Así como sumamos años, sumamos momentos. De todo tipo. Unos muy buenos, otros que nos dejan enseñanzas, y que nos ponen herméticos. Nos vamos poniendo cercos mentales para evitar volver a cometer errores y que todo vaya como queremos. El desarrollo de esa cautela lentamente nos va solidificando haciendo que perdamos la sensibilidad de las cosas. Con el tiempo vamos perdiendo a ese niño interior que requiere del juego para vivir.

Por Emanuel F
Levantar fierros. Correr por la calle. Trepar. Colgarse en una barra. Saltar la cuerda. Tirarse al suelo. Ponerse en cuclillas o de cabeza. Muchas de estas actividades las hacíamos enérgicamente en recreos y juntas familiares. Cosas tan simples, donde no habían necesariamente implementos especializados para cada juego pero de las que disfrutamos de pequeños con total naturalidad y alegría.
Con los años nos vamos perdiendo de esos momentos. Nos hacemos mayores y los años, en parte, nos empaquetan, nos rigidizan, porque hemos entendido la vida de adulto como la consolidación de todo pero este concepto, así como ser sólidos, firmes y estables se confunde con ser apáticos y duros ya que no podemos ser moldeables a ningún ambiente.
Es cierto, mientras más grandes estamos, las dificultades se van acumulando; y esas experiencias nos ayudan a predecir momentos, personas, situaciones. Nos ponemos precavidos, nos cerramos (a veces en demasía) y eso va estorbando en las relaciones interpersonales, lo que a veces hace que nos olvidemos de lo que nos reconfortaba y lo que a fin de cuentas nos hace quitarnos esos letreros autoimpuestos.
Parámetros y moldes de habitar la adultez que las generaciones pasadas perpetuaron en que se nos modeló a no mostrar nuestra vulnerabilidad y ocultar los defectos para estar en una zona de seguridad ante la vida. De alguna manera esto es una gran contradicción. El mismo universo está en permanente cambio e incertidumbre por lo que lo que deberíamos abrazar con más fervor sería esa actitud de entrega total ante la vida en la que solo somos y nos vamos moviendo en función de lo que vamos aprendiendo y absorbiendo cada día de todo lo que nos pasa, explorando sin mayores etiquetas ni modos estipulados de entender y asumir la vida adulta.
No olvidemos jugar
En la niñez, por ejemplo, lo que nos entretenía no requería de muchos materiales ni elementos especiales. Todo servía porque el fin era el juego. Y es que con poco se creaba una sinergia en la que todos se unían a una dinámica y se entretenían cada uno como podía, como si fuera el mejor juego del mundo. Nos agotamos, ensuciamos y herimos sin siquiera darnos cuenta porque todo era parte del goce del momento, y ¿al otro día? vuelta a jugar de nuevo. No había duda. Vivíamos de esas cosas.
Actividades que estábamos acostumbrados a hacer casi por necesidad cuando pequeños y ¿qué pasa a medida que crecemos? no es que desaparezcan es que simplemente las perdemos de vista, les quitamos el valor, las limitamos por tiempo y las cortamos de nuestras vidas porque al parecer no son cosas tan importantes.
Con el tiempo algo empieza a faltar. Nos vamos dando cuenta que esos momento son tan esenciales para mantenernos saludables y conectados con la vida, que vamos necesitando cada vez más los momentos donde nada importa sino divertirse y abstraerse de lo que pasa afuera, de sacarse las etiquetas, las presiones de la vida y volver al origen, a lo simple de la vida. Ahí entendemos lo felices que somos con esas prácticas en las que lo que nos mueve es esa garantía de entretención.
Un espacio de libertad
Estamos ante una etapa como sociedad en que necesitamos de estos espacios de libertad en que podamos sacarnos la corbata, los tacos y los zapatos para poder volver a ese rol de niños en qué solo vale disfrutar, cansarse por cansarse, gastar toda nuestra energía en mover algo por el solo gusto y satisfacción del proceso y de encontrarse en ese momento en que solo importa correr, saltar o colgarse de una barra.
Poder hacer esas cosas tan ínfimas es poder revivir al niño interior y complacerse de las bondades que solo encontrábamos en esa época.
Lo lúdico, volver a nuestra esencia de jugar es un privilegio, una alegría y una necesidad en estos tiempos que en el box lo vamos valorando mucho más que como una práctica deportiva. Es, por qué no, la oportunidad de concentrarse en las cosas simples de la vida, en lo más primitivo de la humanidad, en cosas que no van a cambiar el mundo en ningún caso pero que llenan como nada.